Quien crea que el mandato evangélico de amar al enemigo es algo así como una receta para la felicidad o para cambiar el mundo, probablemente sea un ingénuo. O, por decirlo con otras palabras, quien cree en el poder, aquí y ahora, de este amor extremo , no cree en el poder de Dios, aunque lo parezca. La ingenuidad tiene que ver con la ignorancia. Y lo que se ignora en este caso es que el mal puede, a veces, apoderarse por entero del hombre. Ingénuamente se supone que el amor al enemigo alcanza ese resto de bondad que anida, se supone, en lo más recóndito del alma. Pero si es cierto que el mal puede incluso ahogar ese resto de bondad, entonces el amor al enemigo no puede justificarse por su, inicialmente pretendida, eficacia. De hecho, ni siquiera Jesús fue capaz de transformar el corazón de quienes le condenaron…
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